1 sept 2014

Diario de viaje. (I)

 

   –Mírame.
   Le dije que me mirara, pero no lo hizo.
   –Que te jodan.
   La tormenta había pasado hacía ya un par de horas, y el cielo ya se había despejado, pero el aire seguía envolviéndonos con frío y seguía sonando fuerte.
   Jane sacó el paquete de cigarrillos y cogió uno. Se lo llevó a los labios, y lo sostuvo allí mientras buscaba el mechero. Saqué el mío del bolsillo, lo encendí y se lo acerqué. Prendió el cigarrillo con mi encendedor, pero no me miró. Sólo levantó la cabeza para echar el humo.
   Era julio, y aún estábamos mojados.
   De repente se levantó y comenzó a andar. La seguí, a un paso o dos de distancia, con las manos en los bolsillos, mirándole el culo y las gotas de agua que ya no caían de su pelo. Jane se giró, tenía los ojos cerrados en un forzosamente prolongado pestañeo. Cuando los abrió, estaban húmedos. No había sido la lluvia, ni la electricidad, ni siquiera el viento. Había sido precisamente la falta, la carencia, la ausencia. Cualquier manera de decir una misma cosa: la pérdida.
   –Vete –me miraba a la cara directamente, como quien mira a los ojos al pasado para decirle adiós. Estaba cansada, lo notaba en sus hombros y en su manera de fumar–. Vuelve a la caravana y márchate.
   –¿Y tú?
   –Me quedo aquí.
   –Pero estás sola, Jane.
   –Lo sé, Ben.
   Tenía los brazos cruzados sobre el vientre por el frío cuando dijo eso. Abrí la boca de nuevo, pero no dije nada. Ella volvió a pestañear de esa manera, pero un poco más rápido, se dio la vuelta y continuó andando. Cuando la perdí de vista, todavía no había dado la última calada al cigarrillo. Luego me monté en la autocaravana y me marché, dejando atrás las luces lejanas de aquella ciudad maldita.
   Es septiembre ahora y sigue lloviendo, pero hace años que no veo una tormenta de verano como aquella. Hacía tiempo que tampoco la recordaba. Pero ahora sé que no debí ir tras ella, ni volver a conducir jamás hasta Nueva Orleans.

No hay comentarios:

Publicar un comentario