30 abr 2012


Tirito, y me escondo. El frío de los cristales me sacude las yemas de los dedos, y los pájaros afuera me saludan sin quererlo. La lluvia que se arrastra, los segundos que gritan en mi reloj despertador, marcan que ha pasado un instante más, y mis ojos no se apartan del trozo de cielo que llego a avistar desde la habitación, no puedo ver más allá. Pero lo puedo sentir.
Noto las nubes sobrepasando mis vistas, cómo se funden en el cielo, ellas son listas, sólo se dejan arrastrar por el viento. Lejos, percibo el mar, imagino el mar, las olas chocando con las olas, susurrándose al oído palabras de amor las unas a las otras, y de odio, y solamente el ruido de su vaivén; imagino una noria saludando a las nubes, y veo desde allí la pequeña grandeza del mundo.
Tiemblo, y me refugio. El frío de los cristales no me importa. Porque más allá, más acá, sigue la calidez.

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