Las mañanas, en el tacto del terciopelo que no da antea, cuando los dedos se asoman a la ventana fría, y el cielo se tiñe, lento, como lento se alza el sol, y también la mano con el bolígrafo. La luz ténue aquí adentro y los reflejos del amanecer en los cristales, el mismo sol naciente que hace recortar siluetas de antenas pararrayos en lo alto, y un juego suave y delicado de luces aquí abajo, en los pies descalzos.
Aquí está , el frío de la ventana a esta hora, y es agradable, cuando aún no ha dado tiempo a sentir nostalgia, solo vida tras dos capas de cristal.
Más arriba, donde pasea la cabeza, los pájaros levantan su vuelo más matutino y amanecedor, allí, donde sus figuras bailan con el algodón de azucar de las viceversas del ocaso, allí, rosa, con tonos anaranjados.
El horizonte, en ese momento, deja de ser un reto, y comienza a escribir en un cuaderno de viaje.
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