Pero pasaron días. No los conté, pero pasaron. Busqué, esperé, pero nunca pasaba.
Averigüé la ruta de cada día de aquel autobús, a qué hora pasaba por cada sitio, e iba, cuando las circunstancias y mi valentía me lo permitían, a buscar en cada parada, a mirar las entrañas del autobús esperando encontrar algo más que caras grises o rostros maquillados. Por alguna inexplicable razón, ella no aparecía.
Así que un día me cansé de buscar tras los mapas de las paradas y los billetes caídos y los billetes volando, creo que ellos también buscaban algo.
Y aquella misma noche que me desvelé, dejé pasar las horas para esta vez solo tener que esperar a que llegara el primer autobús de la mañana.
Cogí aire cuando las puertas soplaron al abrirse, aún de noche, pero con el sol cerca, entré como si fuera en una piscina, con los pulmones llenos, e incluso esperé el agua fría en la piel, y me llegó en forma de buenos días, unos de hombre cansado.
Tomé asiento o flotador, como quisiera llamarse, donde la ví sentada aquella vez, y el agua empezó a temblar y a moverse, llevándome.
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