Se sentó, exhausta, en el suelo frío de su habitación. Se sentía, perdida, en el aire helado de una madrugada sin solución.
No llevaba la cuenta de los días que habían pasado desde que descubrió que le faltaba, y ya había olvidado el número de noches que pasó sin dormir. La inquietud y el desasosiego eran sus nuevos amigos inseparables, enemigos que parecían eternos, palabras que se apropiaban de su nombre.
Su nombre que ya no era el suyo, porque lo había perdido. Un día, sin más, al mirarse al espejo, se aterrorizó al comprobar que ya no estaba.
Buscó su reflejo por todos los espejos de la casa, probó incluso con las cucharas soperas y con las del café, en los cristales de las ventanas que se pintaban de vaho cuando la notaban acercarse, en la superficie del agua de los charcos que pisaba, del agua tibia con la que llenaba su bañera, en sus poros, en su propia piel.
Pero ya nunca estaba. Su espíritu parecía haberse evaporado. Quizá había sido consecuencia, pensó, de las tardes amargas de domingo y los lunes de resaca emocional. De perderse entre tantas historias ajenas, y después de todo ya no saber ni qué personaje buscar. El que ella solía usar, dónde estaría. Perdido en algún mar, seguro, o navegando por una ciudad bonita, llena de luces, tirado en algún diván mullidito, escuchando una cuerda voz hablar entre tanta demencia, o en otro diván quizá más cómodo, el de las poesías orientales que le llenaban la cabeza, de nombres que no son el suyo.
Porque Juliette sabía cómo escribir su nombre, cómo pronunciarlo, pero le atormentaba dolorosamente cómo explicarlo. Desde aquel fatídico día en que se lo encontró vacío en los espejos, y en su vello erizado.
Acudió de nuevo a su reflejo. Se miró los pies descalzos, las manos en tensión, parecía un film en blanco y negro. Las clavículas respiraban entrecortadamente desde su cuerpo.
- Juliette - decían - ¿dónde estás?
Y aunque las clavículas se supieran su nombre y las golondrinas escucharan desde la ventana, sólo en su interior susurraba una temblorosa voz, y se atrevió a hablar. Amenazó cruelmente a las inseguridades, les advirtió que todas y cada una de ellas ardería algún día, que ella misma se encargaría de soplar las cenizas hasta que terminaran en la parte más olvidadiza de la memoria.
Por eso se levantó y echó a andar hacia donde no sabía si existía el regreso.
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