Ya me cansé de la gravedad. Si mi vida entera está en el aire, ¿qué sentido tiene que mis pies sigan pegados al suelo? Lo ilógico se encuentra en mi pelo cuando no está al viento, y en mis manos las noches que no están al aire.
Por más que paseo y ando no encuentro el ascensor, las escaleras o el sendero que me lleven hasta allá arriba. Me pregunto constantemente si algún día me bastará con las miradas. Pero la respuesta siempre es no.
No puedo quedarme aquí a esperar a que baje todo lo que subió, que más bien fue proceso de condensación y evaporación de todos los días de aquella vida que llevé, cuando se transformaron en lágrimas sobre mis mejillas coloradas.
No quiero.
Porque caminé demasiado siguiendo las líneas que la Vía Láctea marcaba sobre mi ritmo, y al compás de la incandescencia del universo cada vez me sumergía más en esta extraña postura, rara sensación y terrible atrevimiento que son los sueños sin dormir, y sin domar.
Y por eso, entre otros coágulos que guardo por mis venas, me voy.
Ya no quiero más catástrofes en mi flujo sanguíneo, así que he pensado que podría construirme unas alas, encasquetarme mis gafas de aviadora y evacuar mis lúgubres y secos, destartalados días.
No más, digo adiós a las catástrofes y cojo mi equipaje, que sólo es una maleta cargada de plumas por si me estrello o sufro alguna avería durante el vuelo, y me voy.
Yo de grande quiero ser cuerpo celeste.


No hay comentarios:
Publicar un comentario