Nadie me espera.
No
sé por qué aún abro la puerta ajada de mi apartamento con esa
esperanza, por que aún me hago sentir ese cosquilleo en los dedos al
rozar la llave con la cerradura. Por qué cojones me sigo
sorprendiendo cuando cada vez que cruzo el umbral no encuentro nada.
Cierro
la puerta en la oscuridad. Nadie ha encendido la luz para recibirme.
Me asomo a la cocina, no tengo cena preparada. Oigo únicamente cómo
caen las llaves donde sea que las haya tirado. El whisky me llama,
pobre desgraciado, pero ya no le tengo ganas. Como nadie me desviste,
a la mañana siguiente despertaré con la ropa de la noche anterior,
y tendré esa sensación extraña, ya casi la siento. Aquel vacío.
Ese vacío. Este vacío.
Mi
cama no es cómoda ni mi techo es admirable, pero me tumbo y lo miro.
Nada reconforta. La luz entra con reparo desde la ventana, como
huyéndome. Intento escuchar el silencio, pero mi interior está
demasiado callado. Nadie espera que hable.
No
tengo fuerzas para preguntarme qué pasaría si me quedara así para
siempre. He dejado de tener la capacidad de pensar en una posibilidad
alternativa, de imaginar una realidad diferente. Me pregunto
constantemente qué fue exactamente lo que me la arrebató, en qué
momento la perdí. Cómo es que no se despidió, ni si quiera dejó
una nota, la condenada. Con toda seguridad la abrazaría y la mataría
si la volviera a tener delante, la puta realidad. Supongo que dejó
de venir cuando dejé de buscarla.
Me
miro las manos, comprendo entonces. Estoy solo. Irremediablemente,
aquel apartamento donde vivo, está solo; aquellas esperanzas donde
existo están desoladas. Este lugar donde habito y donde palpita está
asolas. Ni si quiera futuro.
Nada
me espera.
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